Tras la grata conversación mantenida con el gran Andrés Perez Ortega la otra tarde en Fundesem, y siguiendo su recomendación de trasladar al blog toda la experiencia recopilada en estos 15 años de actividad profesional en el área de operaciones, comienzo aquí una andadura sobre cual es mí perspectiva en esta materia.
En estos tiempos en que nuestros mercados de referencia no crecen y donde la competencia se vuelve más feroz, existe una presión asfixiante por conseguir mantener un crecimiento rentable. Muchas empresas han optado por diversificar para entrar en nuevos mercados o invertir más en marketing o I+D. Algunas se plantean adquisiciones de algún competidor, pero esto no siempre repercute en el éxito esperado. Se analizan distintas opciones de deslocalización de la producción local, con el objetivo de reducir los costes directos, pero sin tener una visión clara de la cadena de suministro global, y los costes indirectos que este tipo de decisión acarrea. Pero conozco pocas organizaciones, que ante esta situación se han planteado innovar sus operaciones a fondo. Es decir, innovar en la forma en que una empresa efectúa todos y cada uno de sus procesos, tanto de negocio como de soporte. Y no hablo únicamente de mejorar en productividad, que debe ser una meta permanente dentro de las organizaciones, sino de conseguir “saltos cuantativos” en el rendimiento ideando formas completamente nuevas de operar, es decir formas nuevas de gestionar pedidos, fabricar productos o prestar servicios al cliente. A menudo tengo la impresión de que se piensa que las operaciones carecen de “glamour”, pero no olvidemos que en la típica empresa del Primer Mundo, la Gestión de Operaciones es el responsable del 85% del valor añadido, del 80% de los activos y del 75% del personal. Obviamente, la empresa que es capaz de gestionar sus operaciones con eficacia, consigue incomparables ventajas competitivas. La dirección de operaciones es un arma competitiva o un lastre pero raras veces es neutral.